Entre periódicos y libros, encima del mármol blanco, dormía el gato al sol que mecía su sueño oscuro. La vacua llamada del café express en un brindis de palabras, el amanecer. En la cocina,a través del neural ventanal se oyen los pájaros sordos cantar. La hechicera escarcha se articula en un baño de vaho entre surcos verdes y piedras esponjas de la nada. A tan solo unos kilómetros de la ciudad, se la descubre como farolas encendidas en paraísos de elefantes.
Julián Lombarda desayunaba unas tostadas con sal y aceite de oliva, un olor a chamuscado que agradecían sus sentidos al despertar, despiñando el piñón del recuerdo de Estelle Montsartre. Había soñado con ella. Una mujer a la que conoció en uno de sus viajes a París. Sacaba y traía a su boca súbitamente la pera, con los labios y la lengua le sacaba el jugo al melón. Trazando las líneas de su cuerpo, sin perder detalle del lazo intenso e inquietante de su boca. Nunca llegó a entenderla del todo, ni a conocerla, era demasiado grande o tremendamente pequeño el tamaño sentimental de aquel imán.
Helene Dumarche se había ido a vivir al sur de Francia, Julián le alquilaba su apartamento con pecera y peces, siempre se instalaba allí cuando viajaba a París.
En uno de mis viajes encontré la yuca, la planta de aquella mujer, muerta. Había desaparecido sentenciosa, dejándola secar en el balcón, debajo de otro balcón. En tan solo un mes, dándole de beber todos los días, sus hojas secas cayeron como dientes de leche y salieron nuevas. Un trébol de cuatro pétalos, debería darme suerte, el brote verdún, manzano tierno como su pubis blanco.
Con Estelle pasábamos la noche en vela, hablando en francés, cicatrices de la risa, enfilábamos la aguja de las noches, deshilábamos remiendos y tejíamos otra vez con gemidos y suspiros. A la mañana siguiente ella se levantaba, con suerte me soplaba al oído: –Me voy. Entonces me despertaba, pero ya no estaba. Me vestía rápido sin saber por dónde andar sin zapatos y corría a la plaza, donde con gracia la encontraría desayunado un café noisette avec croissant en la Brasserie Daumesnil. Sentada en la terraza en primavera, observaba como se construye la identidad, la peonza que con un impulso concentrado del cordón suelto, gira y gira, como ella me contaba, en el islote de la plaza.
El que se tomaba el desayuno era yo, ella no estaba, me quedaba hipnotizado con la ceremonia festiva del chorreo infinito de los leones titanes de bronce mojados debajo del gran surtidor. La hipocresía siempre llega justo del lado donde no se la puede ver. La traición de frente, ascensor de aquella mañana donde acabé debajo de una bocaza de león, escupiendo el veneno de Nerón, el fuego purificador, me refresqué en una ducha de miradas en la rotonda y los pitidos de los coches alarmados, tan limitados en su comunicación, ahogaban los motores. Estaba aún debajo del surtidor, mandíbula del animal, pero no era yo, era ella. Yo tan solo la miraba desde mi balcón. No encontré mis zapatos y salí, Estelle me saludaba con uno en cada mano, desde el agua dentro de la fuente. ¡Plexus sagrado de la pirámide!, insistía en que bajara a recuperarlos, poseía la riqueza del plural, el principio de la vitalidad. Era una costumbre recordar.
Literaturmagazin Calidoscopio, Madrid