Sábado por la tarde, un día en el que Lorena Belfo, sentada en su silla violeta, hablaba con un viejo amigo.
Thomas el “Bueno”, así lo llamaba. Un personaje que conoció en la Metropólitan, el mismo día que él le regaló la silla, donde ahora recordaba todo lo que había vivido, en su cincuenta cumpleaños.
Fue allí, en la estación de Metro Gambetta, donde el transporte del obrero se funde de oro en el ojo esclavo del tiempo en París. Allí es donde Thomas de Toulousse, sin domicílio fijo en la capital, se refugiaba en los túneles del distrito número 20, como un souvenirde laBelle époque, recuerdo de la ciudad. Nada raro.
Pasaba el día sentado en una silla que había robado en el confesionario de una iglesia del centro, a la hora de la nada. Thomás se sentaba al lado de todos sus víveres y bolsas, que ordenaba meticulosamente al despertarse por las mañanas, encima de una manta a cuadros, plegada en cuatro.
Hablaba a los peatones y paseantes, mientras esperaban el metro y les decía:
–¡Cuidado con vuestros monederos y bolsos!. ¡Agárrenlos fuerte!, la corriente no es fácil de labrar y si se caen, se los llevan.
Un accidente en la línea de metro aquella mañana, hacía la espera del transporte insoportable. Pues en esos momentos crepusculares se tiende en silencio a imaginar el cuerpo muerto y el Next time de un mundo desconocido, quizás inevitable desde las entrañas.
Muchos tienden, en el acto, su cara de desprecio al resto de las vías y se largan con la sangre fría, como lagartíjas, por las escaleras patas arriba.
¿Cómo había sucedido?. ¿Quién se tiró a las vías?. Esas eran las preguntas que flotaban en mi mente: respuestas no dadas por el altavoz en los andenes.
Aunque de poco sirve saber si era hombre o mujer, si era joven o anciano, si era perro o tenía nacionalidad, todo quedaba en el sumo secreto de la muerte. Y quizás nadie preguntaría por el cuerno o el cuerpo y se enterraría como X. ¿Quizás lo empujó alguién?. –¡Sí, X!, ¿Qué sé yó?,–¡es un accidente!.
En ese momento de cavilación fue, cuando Thomas el vagabundo cogió la silla con su mano donde estaba sentano, se puso en pie. Se acercó, resbalándome la espalda con las yemas de sus dedos, me decía:
–Mademoiselle!, voulez-vous vous asseoir? Está pálida y tiene para rato, hasta que llegue la sardina, el gato y el ratón.
Me estaba mareando. Su olor era el de una mofeta en peligro que tiende al miedo la emboscada de su apestado cuerpo.
Me senté, su sonrisa era translúcida y brillaba como un espejismo en el desierto.
Lorena: –¿Y esto sucede a menudo?
Thomas: –¡Sí!, no es nada raro. ¿Cuándo llegaste?. ¿De dónde vienes?.
Así empezamos a conocernos y nació la amistad que hoy nos une.
Lorena: ¡Ah!. ¡Ya llega, oigo el gato!. ¡Uff!,¡Ya pasó todo!.
Thomas: (Gruñendo ronronea), ¡miauuu!, ¡miauuu!. No es el gato, es el ratón.
Lorena: (risas)¡Qué gracioso!. ¡Toma la silla, que yo soy una sardina!. Tengo que irme. Una cita de trabajo me espera y no quiero llegar tarde.
Thomas: ¡No, por favor!. Es un deseo. ¡Llévatela!, ¡llévatela!. La silla es para ti, te la regalo.
Una anécdota que Lorena no olvidó nunca, puesto que marcó su vida, se fue en le metro sentada en su silla, vestida de blanco a su cita de trabajo.
Habían pasado veinte años desde aquel encuentro en París y siempre se sentaba en esa silla para pensar o vivir en la memoria, donde ella creía en el encuentro, en SER lo que vivía.
La silla le inspiraba un mundo, la experiencia que corrige. A través de ella podía viajar al pasado, al futuro, equivocarse, acertar y no aceptar las cosas como son.
“Las palabras vuelan y las letras se quedan”, esa era la frase que había grabado en el respaldo de la silla hacía años, con una cuchilla. Fue el título de su vida o así lo entendía ella.
Thomas estaba en la cocina contando las velas y decorando el pastel que Andrés, el marido de Lorena, le había preparado.
Lorena cogió la silla y la desplazó como un pajarito frente al ventanal.
Observando la calle de noche, igualaba con tijeras las deshilachadas sombras, imaginando cómo eran, y bordándolas con flores de seda, describía en voz alta anécdotas, sin verlos en definitiva, inventando:
La señora con cara de bastón de marfil no se llama Carolina, pero lleva una peluca elegante y un perrito salchícha que saca a pasear de día y no de noche. Es blanco de chocolate y le dice : –¡Roberto, vamos!, las bombas caen. ¡Roberto, ahí no!. Roberto no chupes al niño. Vamos que los globos de agua nos explotan en la cabeza.
El joven acidioso de cabello brillante, negro hacía atrás, saca frente emocionado y nariz ha las chicas que esperan en zebra, junto al rojo semáforo y se marchan otra vez.
El niño con rizos de oro veludos, llora porque lleva babi y la cara inmersa en la varicela y su carrito tiene cuatro ruedas.
Su madre Consuelo lo despierta dicendo: –no llores, no es nada, se pasa, mi ñiño, verás.
–No sé qué hacer, (decía Lorena), si ponerme sirvienta o ponerme a sevir.
Los velos blancos eran cortinas en su alma, que a menudo no despejaba y las dejaba como tornasoles echadas al sol del ventanuco.
Lorena ya no creía en lo que había sido, ilusión o mentira, el hecho de vivir en dos mundos a la vez, la hizo tirar las cortinas, ¿Por qué lo hacía?, Ahora ya era de noche. Nadie podía ver su alma.
Su amigo Thomas tarareaba una canción en la cocina, mientras encedía las velas:
–Manzanas verdes porta su corona,
y en sus pies de abedul,
en la “s” de frutas silvestres,
un lazo de serpientes.
En la “D” de Dioses,
que llevan sus manos,
un dedo con dedal dorado,
en el abecedario
de brochados ángulos
sus rodillas y sus pies cruzados,
que avientan el grano, en el campo,
la vida libre, que anda vagando.
Manzanas verdes porta su corona,
y en sus pies de abedul,
en la “s” de frutas silvestres,
un lazo de serpientes.
En la “D” de Dioses,
que llevan sus manos…
Lo oía, como todo lo que acabó de decir, la melodía se colaba en su memoria y la luz de las palabras tomaban sentido. Para ella ya no existía, intrigante y repetitiva, la realidad; menos cuando se trataba hoy de hablar SIN SOLUCION.
Todos los días susurraba en su memoria el chorro de la fuente que salpicaba de nuevo a los chicos que jugaban en la plaza.
Su marido Andrés Belfo, sufría una depresión post-retiro.
La vida ya no tenía sentido, pasaba de la misma forma en que llegó, a la realidad de una ilusión que desaparece.
Llamaron a la puerta y apareció Eva, una vecina y amiga de Andrés, venía dos veces por semana a visitarlo, a curarle las heridas de la desesperanza y el ahogo de los años pasados, que ahora vivía minuto a minuto en el recuerdo de una herida o es herida.
Lo cosía con risas de cabo a rabo, ella vivía su vida, su pasado y lo entendía. Pero no hacían el amor.
Al cabo de dos días Eva, volvía a la casa y estarían abiertas otra vez supurando el cambio de los años en forma de legumbre podrida.
A Lorena le era imposible, después de tantos años, escuchar las mismas peripecias.
Eva le devolvería los años en inviernos y primaveras, para distraerlo de los grandes árboles centenarios, donde su sombra se dibujaba con la edad, echado en el tronco de su cabeza.
Eva salía por la puerta delantera, deseándole dulces sueños y Andrés lo hacía por la puerta trasera:
–¡Lorena! (me decía),¡Lorena!, ¡me voy a repartir, tengo correo!.
Volvía a la guerra de fantasmas e ilusiones, fantasía que la vida había representado para él como factor de correos, en un decorado poco atractivo, pero muy lineal, donde aparecía a su gusto conociéndose a sí mismo.
La crecida de la hierba de Junio en el jardín, le hacía más difícil la escalada al manzano. Casi no veía el tronco, era muy pequeño.
No había espacio para la desesperación. Sólo un ritmo marcado por una pulsación sin etapas gobernaba su existencia en aquellos años, donde nada había pasado, sólo el tiempo.
Teñía con nitidez cada agujero que pertenecía a una idea, la palidez de las palabras, de los hechos, de los actos y todas sus consecuencias.
Corría a toda velocidad en el jardín, como un muchacho en aquella maraña de insectos, que alarmados, saltaban delante de él, a los que intentaba esquivar como si estuviera subido en su bicicleta de correo para pueblos de alta montaña y caía redondo como una manzana, se dejaba caer con los brazos cruzados, se ponía transparente de anís del Mono.
Estaba perdiendo la cabeza de una manera tan grata, que no le hubiera importado volver a trabajar en algo de lo que toda su vida se quejó.
Empezaba a escribir esa mañana fría:
Escríbeme esta noche.
Literaturmagazin Calidoscopio, Madrid