Adriana: ¡Buenos días!. Es preciosa. Mercader: Sí, ¿verdad?, son sesenta euros. Adriana: ¿Puedo cogerla?Mercader: Sí, tómala. Adriana: Su piel es tan fina, tallada en nogal, con afilada expresión de ensoñación en sus ojos rasgados, sus pupilas pintadas de negro marfil, impenetrables. Su boca articulada recorta su barbilla colgante, inmóvil, paranormal. Calzada con unas jervillas, viste una casaca en terciopelo verde, elegantemente descolorido por el tiempo y mojado, raro de ver. Es una sorpresa, algo así como que siempre se queda en el mismo lugar, donde nunca llegó. ¡Está calada!, parece que vaya a desaparecer. Los hilos están hechos polvo, esto es imposible de manejar, haría falta un juzgamundos para hacerla gesticular, caminar en un teatro. De todas formas, tan olvidada, está como viva, para qué actuar más, ya esta viejita y sus lentejuelas oxidadas, sólo hay que admirarla.
Mercader: ¿Se la lleva? ¡Llévesela!Adriana: ¡No, no! Yo no puedo darle ese dinero, no lo tengo. Mercader: ¿Cuánto puedes darme?Adriana: ¿Yo?, ¡No! Solo me llamó la atención, pobre de mí. Tiene que mantenerse, usted ahí, con sus sesenta euros, se los ganará. La marioneta lo vale, es una auténtica tentación. Si anda algún experto esta mañana por el mercado de las pulgas, se la compra seguro, es india y antigua. Mercader: ¿Cómo? ¿Expertos? Adriana: Sí hombre, si pasa algún anticuario entendido, se la licencia seguro. Mercader: ¡No!, ¡Llévesela!. Llévesela ahora mismo, por quince euros. Adriana: No, no puedo, tengo que comprar víveres y volver deprisa al taller donde trabajo. Me descuentan cada minuto que paso de la hora, aumentándome la existencia en un ojoso infierno. Mercader: Toma cógela, es para ti, por diez euros. No tengo nada que ver, con esa clase de cultivo de expertos de los que me hablas. Adriana: ¡No!, no puedo hacer eso. ¿Está usted seguro?. Mercader: Sí, corre anda dame diez y no hablemos más. Adriana: ¡Tenga! Au revoir et merçi. (Adiós y gracias). Mercader: Au revoir et bonne chance. (Adiós y buena suerte).
Ese día frío de nevisca sucia entre cenizas, palmoteo de la matrona mañana, se me ofreció la oleada generosidad de lo pintoresco. La herencia olvidada en un basurero de aire y lluvia de mar y horizontes descalabrados en miles de objetos inútiles. Los vientos empujaban como diablos y ellos aparecían a merced de un capricho sin fondo. Corría aguantando la respiración como si pudiera oírlos, como si pudieran verme y me persiguieran con trampas para arrebatarme, quitarme el alma cuando cayera la marioneta. Me sentía segura con la títere en la bolsa, sujeta fuertemente al balancín de la palma de mi mano, empuñada pacíficamente en el nicho del pecho, no caería. Seguía caminando sin pausas, dejando el pulmón de mercaderes y gentes atrás. Una enorme rama de castaño oscuro se desplomó al otro lado del puente, un muletazo indefectible en la intemperie del azar.
Ahora era el momento de pasar. Sacó la llave, intuitivamente abrió cada una de las sucesivas reencarnaciones de la moribunda puerta de entrada estridente a la "Maison de maitre" una casa de maestro, donde trabajaba. Así se llaman las arquitecturas de la bella época, donde ahora no vivía nadie. Al pasar el umbral de la puerta, vio saltar un zorro por la ventana de su imaginación. Cuando un zorro se instala en algún lugar, es que realmente está inhabitado. Cerró el portal, dio tres pasos sobrescritos entre trozos de suelo, publicidades baratas, y piedras. Miró fijamente el paredón de enfrente, lo temía a causa de la puerta entreabierta, a un palmo del marco, encallada en el desnivel del suelo roto de la entrada. No sabía lo que había allí dentro, oscuridad de donde salían media docena de cables colgantes que subían por el tragaluz hasta el cuarto piso, sólo uno entraba por debajo de su puerta. Electricidad que no utilizaba, pues evitaba las noches allí dentro. Subió las escaleras de dos en dos hasta llegar al primer piso. Abrió la puerta y se quedó con su identidad, el picaporte en la mano, y dijo seriamente en voz alta:–¿Qué diablos es esto?Se dibujó una sonrisa de oreja a oreja, un acto de cotidianidad, le pasaba lo mismo todos los días. Carcajeando lo volvió a incorporar y cerró la puerta de un impulso con buen humor. No quería que las corrientes volvieran a abrirla, no existía llave. Adriana, hablaba sola en voz alta, sí, sobre el estilo propio, como un dolor en el culo, no sé cómo explicarlo. Sí, puedo hacerlo, hablaba de ello sin tener nada que ver con el relato de su vida. Una intuición desarmada y alarmante como el figurín de esta frase, de repente en un sistema nervioso periférico sin pestañear, decía:–Lo irreparable me produce náuseas y pérdida de consciencia. Al llegar a la habitación donde trabajaba, sin puertas en el interior, sentó la marioneta encima de una cajonera, sobre un cojín de plumas de oca. Hipnotizada por su mirada, se puso en frente del caballete y la pintó.
Literaturmagazin Calidoscopio, Madrid