Artífice Parisicilia

Letras – Historias breves

Escríbeme esta noche

Escríbeme esta noche

En el sentir de la conciencia del desorden, Lima tenía una letra, un sabor, una regla de oro: no morir. No recuerda cuando empezó aquella guerra que disparó tanto su vida, como el de la manada en vuelo, de los patos al anochecer. Su canto emigrando en un cielo azul cristalino, bombardeado en la oscuridad de la luna, a finales de septiembre de 2009.

El catatónico ruido de la fe nos hace motores y bombas, fuego y muertos, muchos muertos.

Lima tenía setenta y cinco años. Conocía el hambre, pero nunca en Buenos Aires murió de sed entre sus libros, siempre había un microscópico escorpión dentro de ellos que le enseñaba cómo hacer para escribir alimentándose.

Mataron a su padre y a su madre. Era una huérfana de la intransigencia-guerra entre dos países de nombres y hombres iguales. Por naturaleza, nunca se mezcló con ellos, no le interesaba la gente, era por eso que nunca se emocionó al mencionar su nombre a los demás. Al contrario, le daba vergüenza.

A su edad se estaba quedando ciega, no veía apenas el piano al fondo del salón, sufría de cataratas, pero era feliz escuchando su instrumento preferido. Aprendió a tocarlo en el orfanato y ahora lo oía en el jardín joven de su memoria, en el horizonte de un mar de notas. Su nieto Igor era un excelente pianista, tocaba diariamente.

Su padre, el hijo de Lima, era compositor, y ella misma fue profesora de solfeo.

Se sentaba al fondo de la sala barroca, en la mudez de su imaginación, con la mirada llena de estrellas hacia ángeles de nieve con los brazos y las piernas, somnolienta en su butaca orejona de color yema. Apoyaba sus codos en los brazos de huevo descorchado del mueble, en sus mejillas sonrisueñas con los ojos medio abiertos, en blanco y negros por dentro, se decía: “yo no necesito un bastón, necesito una persona”. Dormía su sentimiento en el orejón draconiano, de nada sirve (se decía, a ella misma), los años pasan.

Se relajaba y el bastón cabezudo se deslizaba como una serpiente en su oreja, caía como una piedra seca en un suelo de madera clavada a trozos. Un estruendo la acompañaba en su paseo diario, pasos fronterizos entre su carne y su alma. Después de una siesta de diez minutos volvía abrir los ojos brillantes. Apoyando en su retazo el groso cuaderno, escribía al compás de la luz de la tarde con letra tibia y grande. En la tapa «500 notas», en el dorsoventral un grabado impreso en azul de un mono leyendo «Faust». Mientras Igor repetía movimientos, ejercitándose al piano, ella escribía sus incordios, soluciones a la vista, chistes, anécdotas y mentiras que le habían contado a lo largo de su vida.

Era el regalo que ella le hacía a su nieto por su trabajo. Tras sus ocho horas de piano, él corría después de cenar, curioso, ha preguntarle a su abuela, si podía coger «El tendero», para leerlo. Así llamaba a la libreta de la abuela. Ese mediodía, había escrito :

¿Qué haría yo sin mi cabeza?

Cuando me duermo, llegan a mi habitación, están a susto y a su gusto. En tiempos de guerra, no se pregunta nada y si se hace, no se dice nada. Se robaban lo que no tenían en sus vidas, a su alrededor y se lo espiaban. Se lo llevaban todo, no me dejaban, ni las gracias, ni mi piel, que también se iba con ellos. Era feliz, me gustaba regalar, hacer reír y reírme de todo, de mí misma. Nunca me até a la piel, sabía que de poco servía, la tenía muy fina, siempre con alergias. Me llamaban los roedores de ideas y les abría la puerta. Yo era un verdadero queso redondo, cuando era joven, uno de esos días lunáticos donde Venus aparece por encima de la luna, con los agujeritos más negros que de costumbre, me quedaba suspendida en el espacio. Colgada, y esperaba a que llegaran. Sabía que llegarían. Los roedores llegaron disfrazados de quesitos, (a mí me hubiera gustado que llegaran cohetes), una vez dentro del queso, cuando el calor apretaba y el frío congelaba los agujeros negros del espacio, salían ratas. Miro hacía dentro y soy consciente. Mientras los comensales de la empresa de acero festejaban en la tierra el convite al pie de una chimenea de 105 metros de alto, por encima de sus cabezas, el humo se escapaba de los hornos ya en actividad.

Mi querido Igor, a estas horas, yo ya estoy durmiendo.

Escribo y lo hago donde crecen las ideas como nacen los niños, como escarabajos rodando su bola de estiércol, como en el mundo cada vez más grande, como mariposas sin alas todavía, en la mirada de una liebre pintada o en la rama de un gran edificio donde los perros se mean en la nieve de las torres.

Hojas libres son en esta tinta, espacio como equilibrios que desequilibran, la vorágine de la existencia de lo humano. Nunca nadie habla de la libertad sin transformación. No dejes de transformarte, el ojo de la bovina de los sueños está en el espejo de tu cabeza. La ventana de tus sueños, la claraboya, la entrada de los artistas, de los seres, de la risa.

(En la misma habitación, donde Lima ya se había dormido en su cama, su nieto leía en voz alta)

Costurera de ojos
de sueños enhebrando
la edad de la aguja
de blancas manos
de hielo blanco hilo negro,
un proverbio se dibuja
hijo de tus obras
con el ánimo grabado
en tus ojos de cristal,
tu espíritu despierta
en la espuma de la luna
las olas de tu voz en el mar,
el viento las agita
las alas de peonza
el mundo en tu interior
que gira en torno a sí.
El final lo siente todo.
–¿Dime ? ¿Desde cuándo te fuiste?
Unmundo, así se llamó tu abuelo.

Literaturmagazin Calidoscopio, Madrid

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